ODISEA CITADINA
CRUZAR LA CIUDAD... EN AUTOBÚS
Por: Yolanda Enríquez
Hace ya un par de semanas, debía ir presurosamente (en
sábado por la mañana) al Complejo Cultural Universitario, el cual como ya sabemos
se localiza al sur de la ciudad. Sin embargo, una noche anterior, después de
una salida de antro, unos maleantes habían forzado mi carro rompiéndole la
chapa.
Dadas las
circunstancias me apresuré a abordar “la micro” hacia mi destino. Cabe aclarar
que mi casa se localiza al norte de
Puebla.
Eran las ocho
de la mañana y al subirme el hedor (porque no era ¡olor!) se hizo penetrante e
insoportable. Es en este punto en el cual no sé a quien criticar, si al chofer
por no abrir las ventanas y mantener aseada su unidad de trabajo, o bien a los
pasajeros que de igual manera despedían un olor no muy agradable.
Tomé
asiento junto a una niña de unos 13 años
aproximadamente, al parecer, su madre y su hermana iban en los asientos delanteros de nosotras.
Me sentí tranquila de no tener que compartir lugar con otra persona, hasta que
la madre y las niñas comenzaron a hablar. La plática, además de tener un rico
léxico de palabras altisonantes, planeaban la forma en la que la niña (sí, la
niña de 13 años sentada a mi lado) le pegaría a una de sus compañeras saliendo
de la escuela, la agarraría de “las greñas” y la azotaría contra la pared. Lo
repito: no tenía más de 13 años.
Claro está, me encontraba más que atónita, completamente
sorprendida. Las niñas y la madre (para mi muy buena suerte) se bajaron del
camión.
A la mitad
del camino, se subió un señor diciendo que tenía un gran problema y que
necesitaba de nuestra ayuda. Ya sabes, el típico discurso: “Una ayuda que no
afecte su economía y si no tienen con una sonrisa me conformo, prefiero hacer
esto que estar robando.”
El hombre
olía mal, lucía humilde, sucio y su mirada estaba perdida. Cundo se estaba
acercando a mí, para que le diera una ayuda económica (yo, con una actitud
solidaria) al tipo se le ocurrió decirme: “¡Estás bien buena chiquita!” , en
tono del Vítor de Los Sánchez.
Inmediatamente y de forma natural y
espontánea le grité: “¡Muérete naco!” A lo que él me respondió: “¡Muerte pinche
fresa!”
Tal era mi
indignación que decidí bajarme del autobús y esperar otro. Abordé el siguiente y después de unas “carreritas” entre
los conductores, topes pasados a unos 60 km/h, empujones (¡no!, arrimones no,
gracias a diosito santo y a la virgencita de Guadalupe) y gente saliéndose por
las puertas del micro, logré tomar asiento. Cabe destacar, que en los
microbuses casi ningún hombre cede el asiento.
Para terminar
con mi odisea, me topé con un hombre que iba comiendo guayabas con la limpieza
y pulcritud de un simio. Se comía la fruta y la cáscara la aventaba por la
puerta. Al darme cuenta de la situación, de la manera más tranquila procedí a
decirle: “Oiga señor, ¿qué no le da pena?”
El horrible
hombre comenzó a reírse y no creerán lo que hizo. Tomó una cáscara y la arrojó
hacia mí. No me atinó, pero la acción es la que cuenta. Y grité nuevamente: “¡muérete
naco!”
Bajé del camión muy enojada, ¡tenía ganas de
quejarme con alguien!, con quien fuera, con la policía, con la FEPADE, con los
guardias de “Emperador”.
El transporte
público es el total reflejo de la sociedad mexicana, no hay mejor espejo de
nuestra sociedad que “la micro”. Todos van amontonados porque van tarde y la
impuntualidad va a bordo. Gente que se quiere aprovechar de las buenas acciones
de otros quitándoles con mentiras el dinero. La basura y la suciedad en la
micro lo dice todo, al igual que las ofensas y
los empujones.
Cansada y
apurada por llegar a mi destino, me propuse no volver a gritar: “¡muérete naco!”
y tomé un taxi.
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