LA DOBLE MORAL
Por Rayo Flores
Tu hija vino
un día con un problema grave que produjo un cisma en tu hogar. Quisiste
regañarla, pegarle, insultarla por lo que hizo, pero no pudiste, Jorgito. Nunca
pudiste ser muy rudo con tus hijos, no les prohibiste nunca nada, ni tampoco
evitaste que salieran cuando no debían, no los regañaste cuando sabías que
habían tomado licor. Les hiciste creer que eran “vivos” y que te tenían
dormido, ¿recuerdas cuando se reían a tus espaldas? Ahora, tu hija te dice:
“Papito, papacito, ayúdame”. Le preguntas por sus estudios y ella promete
dedicarse por completo a ellos en la Universidad que te exprime la mitad del
sueldo. De más está preguntar por el causante del problema, ése no va a
aparecer ni hoy ni jamás. Tampoco tienes el valor de ir y encararlo, alegas que
no vas a rebajarte a hablar con él cuando te preguntan sobre que harás.
Entonces te toca
resolver el asunto, Jorgito. Le prometiste, delante de tu esposa, a tu hija que
no la dejarás sola y que resolverás el problema. El fin de semana vas a tomar
unas cervezas después de ver el futbol con tus amigos. A ése, al que le dices
“hermano”, le cuentas tu problema en la última cerveza que se convierte en tres
botellas más, entre los dos. Al final con cara de vivo, regodeándose en su
sabiduría, te dice que no hay problema, Jorgito, a una sobrina también le pasó
lo mismo y un amigo doctor solucionó el problema en un dos por tres. La
esperanza te vuelve al cuerpo, podrás demostrar que sabes cuidar a tu familia,
no importa que al amigo tuyo le hayas regalado un poder para juzgarte por
siempre, para reírse de ti cuando amerite la ocasión.
El teléfono
suena y suena y no sabes qué hacer. Ha timbrado seis veces pero te parecen cien. Al final contesta
una voz enojada, como si lo hubieras interrumpido en un momento crucial. Tu voz
suena suplicante y al dar las referencias, y al decir las palabras mágicas de:
“Pagaré lo que sea”, la voz lejana suena amable y dice: “…No se preocupe, Don
Jorgito, que eso se resuelve en un dos por tres”. Si al menos supieras que las
matemáticas no sanan el alma.
El día del suceso tú solo acompañaste a tu hija y le diste fuerza para el asunto. En ese momento recuperas algo del sabor de ser su universo, su centro y fin de existencia, porque te abraza fuerte y la confianza en ti es deliciosa. Pero más puede la sensación del ambiente y de seguir hablando bajo, de no mencionar las cosas por su nombre y seguir dándole nombres como “el problema”, “ese asunto”, “tu equivocación”, etc. El doctor aparece con la cara sombría y te deja esperando. Con la secretaría entregas lo pactado para ella, para el anestesiólogo y para el médico. Después de una hora sale el doctor con cara relajada y te comunica que todo está bien, que la nena está limpia y como nueva.
Pasan los días y ella ya tiene sano el orgullo herido y está peleando por salir el sábado con sus amigas. Todos gritan, nadie menciona el argumento máximo para prohibirle la salida, así que al final se va con la sonrisa dándote a entender que eres un “tonto de nuevo”. Al verla salir te viene de golpe el recuerdo de que tres semanas antes ella te contó que una de sus amigas quedó embarazada y que iba a tener al bebé y tú habías dicho: “¡Está bien, qué se friegue!, por hacer tonteras que no debe, y de seguro quiso abortar, pero sus padres no quisieron, eso porque ellos saben que con eso no se juega, que un aborto es pecado”. Al recordar vívidamente esas palabras, escuchas una risa desagradable en lo profundo de tu alma.
¡Cobarde, Jorgito, no te hagas, la oyes muy bien!
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